Juan Francisco Fernández Díaz

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Antiguo alumno

Licenciado en Historia

Estuvo como profesor en nuestro Centro en dos períodos: De 1992 a 1994 y de 1998 a 2011

Una pequeña historia

Como me habrá escuchado decir muchas veces la gente que sabe escuchar, que desgraciadamente es muy poca en comparación con toda la que tiene buen oído; en aquellos tiempos, a finales de la década de 1960, el simple hecho de poder estar matriculado en San Fulgencio ya era un auténtico privilegio. Era aquel un lugar reservado para los hijos e hijas (mayormente los hijos) de la “aristocracia”, de los terratenientes y de la burguesía ecijana, al que, muy excepcionalmente, tenían acceso los hijos o hijas de la clase trabajadora. Evidentemente, la escolarización hasta los 16 años no sólo no era obligatoria, sino que era un lujo al alcance de muy pocos.

Mucha gente ahora no entiende esto y cree que el que todos los niños y niñas tengan derecho a ir a la escuela como mínimo hasta los 16 años es algo tan natural como el nacer o el morir. Se equivocan.

Por eso, cuando se quiere comparar el clima de trabajo, los niveles de abandono o los porcentajes de fracaso del alumnado de entonces con los de ahora, resulta tan ridículo y absurdo. Entonces estábamos los que queríamos y podíamos, mientras que ahora están todos, incluidos los que ni quieren ni creen en la escuela como una forma de construir el futuro propio y el de la sociedad en su conjunto. Entonces estaba la gente que tenía medios y ahora están hasta los hijos de personas que tienen que pedir para poder comer todos los días. Esa es la gran diferencia. Y es el Estado el que debe procurar y garantizar la igualdad de oportunidades para todos, independientemente de las posibilidades de su familia.

A mí me gusta mucho poner ejemplos o irme al dato histórico, seguramente por deformación profesional; y en estos momentos no me voy a resistir a la tentación de hacerlo.

En el año 1967 Écija podía tener entre 45.000 y 50.000 habitantes en su término municipal. Teniendo en cuenta que la esperanza de vida rondaría los 60 años y que en la década de 1950 se había producido el “Baby boom”, la gente menor de 16 años representaba más del 30% de la población. Entre San Fulgencio que era el único instituto de bachillerato de la ciudad, y el Instituto Laboral de la calle Caballeros, había siete u ocho grupos por nivel. En estos momentos, con 42.000 habitantes y representando la gente menor de 16 años no más de un 15% de la población, hay en torno a 16 grupos por nivel. Esto es más del doble que entonces. ¿Dónde estaba el resto de los niños y niñas de aquella época? La respuesta es muy sencilla, trabajando o ayudando en casa. Sus familias necesitaban lo que ellos podían aportar para salir adelante.

Ya metidos en faena, les voy a contar la historia de un niño casi perdido.

Su familia procedía del campo. Sus abuelos, padres, tíos, primos mayores e incluso él mismo, con sus pocos años de edad, habían sobrevivido trabajado desde siempre como aparceros y posteriormente como arrendatarios en las tierras del Conde del Águila y otros grandes terratenientes. Sin embargo, por una de esas casualidades de la vida, y gracias a la férrea voluntad de su padre que, a pesar de quedarse sin nada cuando toda su familia decidió dejar el campo y venirse a la ciudad, prefirió estar mucho tiempo como obrero agrícola eventual (ahora se llaman jornaleros) trabajando en lo que le salía y cuando le salía, antes que irse a vivir a una casilla en medio del campo como encargado y guarda fijo, porque él quería que sus hijos se criasen de forma distinta a como se crio él y pudiesen ir a la escuela; la misma que él nunca pudo pisar.

Para ese niño criado en el campo sin ir a la escuela hasta bien cumplido los 10 años, que sólo pasó por el colegio seis o siete meses antes de entrar en San Fulgencio, su aterrizaje en éste supuso un gran choque.

San Fulgencio fue una puerta que se le abrió, y todo parecía indicar que de la misma forma que se había abierto, se cerraría para siempre. Fueron tres años muy duros. No comprendía ni se enteraba de nada, hasta que finalmente tuvo que repetir y se puso a trabajar. La aventura se había terminado.

O eso pensaba él. No comprendía bien lo que había pasado, pero tenía claro que no estaba dispuesto a pasarse el resto de su vida haciendo lo que hacía. Y se matriculó en nocturno. Allí encontró una profesora que daba clases de Lengua y Literatura y de Latín que se preocupó por él mucho más allá de lo que le exigía su puesto de trabajo.. Intentó convencerlo por todos los medios a su alcance de que no era menos ni más torpe que nadie y que podía conseguir cualquier cosa que se propusiese. Que era capaz de aprender, de estudiar y de aprobar. Le decía cosas como “tú tienes los ojos abiertos y ves lo que pasa a tu alrededor, sabes distinguir lo que está bien y lo que está mal; aprende de todo eso”; “si no te gusta tu letra, cámbiala, si pones muchas faltas de ortografía, corrígelas, pero no dejes nunca una actividad sin hacer o un examen sin responder”; “si no eres capaz de participar en el aula, oblígate a ti mismo a hacer al menos una pregunta en cada clase, aunque tengas que traer las preguntas escritas de tu casa”; “si te gustan las aventuras, lee mucho porque cada libro es toda una historia, una auténtica aventura en la que sólo tu imaginación marca los límites” o “imagina lo que quieras y escríbelo tal como lo piensas, pero bien escrito”. El entendía que lo que realmente le estaba diciendo es que fuera él y que luchara por sí mismo porque nadie lo iba a hacer en su lugar.

Y ese niño tímido, apocado, cateto (así le decían muchos), con un tremendo complejo de inferioridad, con una pésima vocalización, sin ningún tipo de habilidades sociales y con la autoestima bajo tierra; hizo todo el bachillerato curso a curso desde 3º a COU, aprobó Selectividad, hizo magisterio, aprobó las oposiciones para maestro, se licenció en historia, aprobó oposiciones para instituto y en la actualidad lleva casi 35 años trabajando en la enseñanza. Sus notas fueron siempre discretas, pero pudo llegar a donde quería, con mucha ayuda, con esfuerzo y con todo el apoyo de que fueron capaces sus padres. Creo que le hubiese encantado ser arquitecto, pero, siguiendo lo que decía su padre (no empieces nada de lo que no estés seguro de poder terminar, porque si fracasas tendrás que volver a donde yo llevo toda la vida; al campo, y tú sabes muy bien que es eso), y aprovechando que le encantaba dar clases, siguió el camino de la enseñanza

Realmente estaba en un pozo del que muy poca gente salía y que muchos de esos logros son cosas conseguidas con posterioridad fuera de ese pozo y del propio San Fulgencio. Pero San Fulgencio y los profesionales que trabajaban en él fueron la escalera sin la cual nada de eso hubiera sido posible.

Allí ha discurrido buena parte de su vida. Allí conoció a la mujer que después de casi 34 años sigue siendo su compañera, allí ha tenido profesores y compañeros que lo han dado todo por su trabajo y con los que se siente muy identificado por todo lo que le han aportado y por su generosidad en el trabajo, allí ha dado clase a gente a quienes es inevitable que de un abrazo interminable cada vez que los ve porque fueron y siguen siendo muy especiales para él. Allí trabaja su amiga. La mejor amiga que jamás haya podido tener una persona.

Hoy ya no está allí. Desarrolla su labor profesional un poco más al sur. Pero me consta que ese campo que lo crio, esa ciudad a la que pertenece, ese instituto entre cuyas paredes se modeló como persona y toda su gente forman parte de su patrimonio más preciado.

Hasta aquí la historia. Sólo me gustaría apostillar algo; nada de esto hubiese sido posible, si a lo largo de ese complicado y tortuoso camino por la escuela, alguien hubiese decido que no servía para estudiar y lo hubiese encaminarlo al mundo laboral. No consintamos que nada ni nadie vuelva a sacar nunca a los niños de la escuela antes de los 16 años. Ni con la excusa de bajar el fracaso escolar, ni con la de prepararlos para un mejor futuro laboral, ni por cualquier otra razón que se nos pueda dar como que no les interesa, que están perdiendo el tiempo o que sólo van allí a crear problemas. Hay muchos pueblos en el mundo luchando, peleando, dejándose la piel a tiras y hasta la vida, solo por conseguir el derecho de poder ir a la escuela para sus hijos.

No consintamos que los nuestros acaben como mano de obra barata para multinacionales sin escrúpulos, oportunistas de cualquier calaña o pseudoempresarios a los que sólo le interesa hacer dinero fácil sin mirar para nada en qué condiciones o a costa de los derechos de quien lo consiguen.

Si los padres de ese niño casi perdido del que he hablado en la historia de antes, si mis padres hubiesen transigido ante las circunstancias y necesidades y me hubiesen quitado de estudiar, nada de lo que he hecho y vivido después hubiese sido posible.

En Torremolinos a 5 de octubre de 2014

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